En una contienda electoral, para sorpresa de todos (nótese la ironía), siempre se presentarán los caciques políticos, sus delfines domesticados y esos apellidos gloriosos que por décadas han monopolizado el poder de este «bello país», como si fuera una herencia familiar de finca cafetera. Además, no faltarán los opositores y contradictores profesionales, listos para destrozar uno u otro programa del romántico, quimérico y anhelado gobierno, que al fin de cuentas, no será más que una vaga idea; solo un sueño, un fabuloso cuento de hadas que leímos en las promesas electorales, tan creíbles como un cheque de Petro al final del mes. Al cabo del proceso, usted y yo, pobres mortales, seguiremos con nuestras vidas, sobreviviendo en el «desgobierno» al que tan amablemente nos han acostumbrado. ¡Gracias por tanto!
Y no nos olvidemos del ingrediente secreto de este sancocho nacional: el «respetable» electorado. Esa masa sapiente, que con una dignidad a prueba de balas, está dispuesta a hipotecar el futuro de sus nietos por un tamal tibio, una teja de zinc, o en el peor de los casos, por una promesa de empleo que se desvanecerá más rápido que la tinta de un falso tatuaje. Porque aquí, la democracia no es una fiesta, es una subasta de conciencias donde el martillo cae siempre a favor del que reparte la mermelada con el cucharón más grande, mientras los fanáticos aplauden como focas amaestradas esperando que, esta vez sí, el verdugo sea benevolente.

Lo más enternecedor de esta tragedia griega con sabor a aguardiente es la inquebrantable fe en el «Mesías de turno». Vivimos en una gran contradicción, esperando con ingenuidad casi infantil que un solo individuo (ya sea el de la mano firme o el del corazón grande) baje del Olimpo criollo y arregle en cuatro años lo que llevamos dos siglos dañando con esmero. Buscamos un caudillo que nos salve de nosotros mismos, sin entender que cambiar de payaso no cambia el circo, y que el problema no es quién se sienta en el trono, sino que el trono está construido sobre ciénagas de corrupción y compadrazgo que nadie, absolutamente nadie, tiene la más mínima intención de drenar.
Pero lo que jamás faltará, durante el circo electoral y el día a día del desgobierno, serán los eternos inconformes: ese subversivo colegio de bisoños intelectuales, con sus implantes de conocimientos codificados comprados en una oferta universitaria de moda, manifestándose airadamente sobre el pasado, presente y futuro del país sin proponer ni una sola idea concreta ante la opinión pública. Sin beligerancia y sin capuchas, claro, porque eso sería demasiado mainstream para sus egos.
Este «subversivo colectivo» no es más que un club de románticos hedonistas, adictos al dinero ajeno, que piden a gritos (desde sus cafés con wifi gratis) un absurdo socialismo que no cabe en un mundo capitalista ni en su propia billetera real. Gracias a los resentidos sociales que los instruyen con tanto cariño equivocado, estos eternos inconformes perdurarán por siempre. ¡Benditos sean sus likes en X!
Mientras tanto, la verdadera guerra civil se libra en las trincheras digitales. Allí, las «bodegas» de uno y otro bando, pagadas con nuestros impuestos, se dedican a despedazarse con memes de dudosa ortografía y argumentos copiados de cadenas de WhatsApp. Es el glorioso campo de batalla moderno, donde la verdad murió hace rato atropellada por un hashtag de tendencia y donde la indignación moral dura exactamente lo que tarda en cargarse el siguiente video de TikTok. Al final, el país arde por los cuatro costados, pero no importa, porque lo urgente no es apagar el incendio, sino ganar la discusión en la sección de comentarios.
En resumen, nuestra heroica tarea en épocas electorales es discernir quién se llevará nuestro voto (el menos malo, probablemente) y esquivar con maestría las medias ideas de estos inconformes sin causa, que tanto nos alegran la vista en las redes.
