En un país agotado por la polarización, la inseguridad y la desconfianza, imaginar un candidato ideal es casi un ejercicio de ciencia ficción política. Si se tomaran las mejores piezas de varios proyectos que hoy compiten por la presidencia, podría armarse un liderazgo menos tóxico, más técnico, y sobre todo, más útil para la vida cotidiana de la gente. No se trata de inventar un mesías, sino un presidente que deje de gobernar contra la mitad del país y empiece a gobernar con reglas, datos y acuerdos explícitos, una rareza exótica en estas latitudes. Un mandatario capaz de hablar de seguridad sin guerra santa, de paz sin ingenuidad, de seguridad social sin prometer imposibles y de corrupción sin convertirla en un simple eslogan electorero de un domingo en noticiero.
El candidato de retazos heredaría la capacidad de mando y de articulación con la Fuerza Pública para liderar lo que significa recuperar territorios, reducir homicidios y enfrentar organizaciones criminales complejas, sin necesidad de cosplay de sheriff. Pero a la vez incorporaría el enfoque moderno de seguridad ciudadana que prioriza la prevención, la inteligencia, la presencia integral del Estado y la evaluación constante de resultados, más allá del conteo de capturas que hoy sirve para llenar ruedas de prensa. Su plan de seguridad tendría tres líneas claras: fortalecer las capacidades del Estado contra estructuras armadas, reformar y profesionalizar policía y justicia, e intervenir las causas que alimentan el delito, como la falta de oportunidades juveniles y la economía ilegal. En vez de escoger entre “mano dura” o “abrazos”, este candidato pondría una condición: toda acción coercitiva deberá ir acompañada de inversión social sostenible y medición pública de impacto, aunque eso implique menos slogans pegajosos y más cuadros de Excel.
En el tema de cultivos ilícitos y drogas, este candidato ideal abandonaría la obsesión por el hectárea‑metro como único indicador de éxito y la cambiaría por una combinación de reducción sostenible, control territorial y negocio legal alternativo; es decir, pasaría de medir fotos aéreas a medir vidas. Asumiría que la erradicación forzada aislada solo desplaza la siembra y alimenta la violencia, de modo que cualquier plan serio incluiría sustitución gradual con ingresos reales para las familias, presencia efectiva del Estado en infraestructura, justicia y servicios, y una estrategia clara de interdicción contra las cadenas de producción, distribución y lavado de activos. No hablaría de “guerra contra las drogas” como eslogan vacío para quedar bien con todo el mundo, sino de un tránsito ordenado hacia políticas que regulen mejor, castiguen de verdad a las organizaciones criminales y reduzcan el poder económico que hoy financia armas, corrupción y desinstitucionalización en amplias regiones del país; o sea, menos teatro y más sistema.

En materia de paz, el candidato ideal asumiría que la guerra en Colombia ya no es un conflicto único, sino un rompecabezas de grupos armados, economías ilegales y violencias locales que se superponen; un rompecabezas, además, al que cada gobierno le bota piezas nuevas. De los proyectos más inclinados al diálogo tomaría la convicción de que cerrar ciclos de violencia exige negociación, verdad y reparación, pero también tiempos y condiciones claras, con verificación y participación real de las comunidades, no solo de los redactores de comunicados. Al mismo tiempo, aprendería de las críticas a procesos pasados: no se puede negociar sin una estrategia de seguridad robusta ni prometer transformaciones territoriales que luego no se cumplen, a menos que el objetivo sea graduar otra generación de frustrados. Su narrativa no sería la de la paz como marca de gobierno, sino la de un proceso que debe convertirse en política de Estado, blindado frente al péndulo electoral, incluso cuando ese péndulo pida sangre en redes sociales.
Sobre seguridad social, este candidato partiría de una idea básica: el sistema actual es resultado de capas de reformas parciales y no de un diseño coherente pensado para un país desigual, informal y envejecido; básicamente, una colcha de retazos hecha a punta de miedos y urgencias fiscales. De los perfiles más técnicos tomaría la capacidad para leer cifras actuariales, evaluar impactos sobre pobreza y empleo, y corregir la reforma pensional recientemente aprobada sin destruir su espíritu de ampliar cobertura, especialmente para quienes nunca pudieron cotizar de forma estable y solo aparecen en discurso cuando conviene. En lugar de prometer una contrarreforma total cada cuatro años, propondría algo menos espectacular pero más responsable: reglas de revisión periódica, transparencia sobre costos y beneficios, y acuerdos mínimos con oposición, gremios y organizaciones sociales para que la protección en vejez, salud y cuidados deje de ser botín de campaña. El objetivo sería pasar de la lógica del parche urgente a una arquitectura de seguridad social que sobreviva a los presidentes, por extravagante que suene en un país donde el próximo gobierno siempre promete “borrón y cuenta nueva”.
En política exterior, el candidato construido con retazos no apostaría por alianzas ideológicas ciegas, ni a la derecha ni a la izquierda, aunque eso reste likes en la tribuna digital. Su criterio central sería simple: defender los intereses del país y los derechos de sus ciudadanos migrantes, diversificar socios comerciales y mantener una posición consistente en derechos humanos, independientemente del color político de los gobiernos vecinos, incluso cuando la foto conjunta sea mala para la base propia. Así, enfrentaría la tentación de convertir la cancillería en escenario de vendettas internas o de afinidades personales con líderes extranjeros, ese pasatiempo tan caro. La prioridad no sería el aplauso de foros internacionales ni la selfie en la cumbre de turno, sino la capacidad de traducir acuerdos en inversión, empleo y cooperación para seguridad, y desarrollo rural.
El candidato ideal no se presentaría como “el único limpio de la cuadra”, porque sabe que la corrupción es un sistema, no solo una colección de malos individuos convenientemente ajenos a su campaña. En lugar de quedarse en la retórica anticorrupción, propondría un paquete claro: contratación más abierta y trazable, compras públicas digitalizadas, protección efectiva a denunciantes y ciclos de evaluación de grandes programas sociales y de infraestructura, aunque alguno de sus futuros aliados preferiría que eso no existiera. Tomaría de diferentes tradiciones políticas la idea de tratar la corrupción como crimen organizado, con investigación financiera, cooperación internacional y sanciones reales, pero también con reformas institucionales que reduzcan incentivos para la captura de alcaldías, gobernaciones y entidades clave. Más que prometer que “se acaba la robadera”, admitiría algo incómodo para cualquier candidato en campaña: se puede reducir de forma importante el saqueo si se construyen controles que sigan funcionando cuando él ya no esté en la presidencia, es decir, cuando ya no pueda cortar cintas ni dar entrevistas sobre su propio legado.
La credibilidad en las instituciones del Estado no se arregla con un discurso de posesión ni con una pieza épica en redes, sino con decisiones que muestren límites al poder propio, ese recurso tan poco usado. El candidato de retazos integraría la obsesión por la Constitución y los controles democráticos: respetar la independencia judicial, acatar decisiones de altas cortes, fortalecer organismos de control y evitar que la figura presidencial colonice todo el espacio público como influencer oficial. Por eso no usaría la polarización como herramienta de gobierno, aunque le resultara rentable en encuestas y trending topics. Apuntaría a algo más ambicioso y menos rentable en el corto plazo: que una parte de quienes no votaron por él, sienta con el tiempo, que las reglas fueron claras, que las instituciones fueron respetadas y que el Estado funcionó un poco mejor de lo que lo encontraron; no un milagro, apenas un leve upgrade institucional.
Este candidato ensamblado con piezas ajenas seguramente nunca aparecerá en un tarjetón real. Para empezar, exigiría coherencia, y eso ya es pedir demasiado. Pero el ejercicio deja una conclusión incómoda para todos los bandos: las herramientas para enfrentar seguridad, paz, seguridad social, relaciones internacionales, corrupción e instituciones ya existen en la caja de la política colombiana; lo que falta es la voluntad de usarlas juntas, en lugar de seguir alimentando el negocio de la división eterna. Después de todo, la polarización no solo produce votos: también paga campañas, carreras políticas y varias temporadas de nuestra serie favorita, “República de Nadie”.
