La política de la fachada

En meses atras el país se desveló discutiendo desde tumbar una estatua hasta cancelar a un político por una palabra en Twitter. Las tendencias ardían, los programas de opinión abrían día a día con los mismos dramas y cada tribu proclamaba su victoria moral al final del día. Ahora la pregunta incomoda: en esos mismos meses ¿cuántos debates serios y profundos escuchó sobre cómo tapar el hueco fiscal del país o cómo enfrentar el colapso del sistema pensional, que ya se come una tajada gigantesca del presupuesto nacional cada año? Exacto. Silencio casi total.

Bienvenido a la “política de la fachada”. Hemos caído en la trampa de creer que cambiar los símbolos es lo mismo que cambiar la realidad. Nos estamos matando en redes sociales discutiendo de qué color pintar la casa, mientras los cimientos se pudren por la humedad, y el techo sigue goteando sobre la cocina. Lo simbólico es barato, lo real es caro. A los políticos les encantan las guerras culturales y simbólicas por una razón muy sencilla, son baratas y hacen mucho ruido. Cambiarle el nombre a un ministerio, pelear por una estatua o lanzar una cruzada moralista casi no cuesta nada, pero garantiza titulares, trinos virales y aplausos de la barra brava durante semanas. En cambio, construir una carretera, reformar la justicia, hacer sostenible el sistema pensional o bajar la inflación requiere años de trabajo, presupuesto y capacidad técnica, tres cosas que muchos gobiernos prefieren evitar.

Mientras ajustamos logos y nos damos cuchilladas virtuales por símbolos, el Estado sigue gastando una porción enorme de sus recursos en un sistema pensional que no es sostenible, y los huecos fiscales se tapan con remiendos temporales. Es el equivalente a cambiar las cortinas del apartamento mientras la tubería principal explota en cámara lenta.

El gobernante astuto lo sabe: para tener a la tribu contenta basta con lanzarles un hueso simbólico,  un discurso encendido, una prohibición moral, un gesto patrio, un cambio de logo. Con eso, la gente siente que “se está haciendo algo”, aunque en la práctica la nevera siga vacía, el hospital siga sin citas y el barrio siga sin agua potable de manera confiable. El show está servido, la obra de gobierno puede esperar.

Es como correr en una caminadora estática: sudamos, nos cansamos, el corazón se acelera, pero no avanzamos ni un metro. Ganamos peleas imaginarias en Twitter, nos sentimos moralmente superiores por “haber ganado el debate”, pero al día siguiente el bus sigue pasando lleno, el salario sigue sin alcanzar y el Estado continúa sin resolver los huecos estructurales que arrastra hace décadas. Mucho movimiento, cero progreso.

Hemos sustituido la gestión pública por la gestión de emociones. Mientras sigamos premiando el gesto sobre la obra, los políticos seguirán siendo expertos actores de teatro en lugar de ingenieros de soluciones. Ellos ponen la fachada, nosotros, encantados hacemos de público y de coro gratis.

Volver a lo básico no significa despreciar los símbolos. Los símbolos importan, pero no se comen. El reto para los ciudadanos es dejar de distraernos con las luces de bengala. Cuando un político intente iniciar una guerra cultural o un debate sobre formas, no muerda el anzuelo, pregunte por el fondo, por el presupuesto, por los plazos y por los indicadores de resultado. Si no hay respuestas claras, ya sabe de qué va la obra.

Menos debates sobre estatuas, más debates sobre acueductos, menos peleas por tweets, más peleas por cómo se reparte el dinero público. Primero apaguemos el incendio de la cocina, después, si todavía queda casa, decidimos si las cortinas combinan con el sofá.

Y la próxima vez que un gobernante le ofrezca un gesto simbólico, haga este pequeño experimento:

Pregúntele cuánto cuesta, de dónde sale la plata y qué problema concreto resuelve, cambie el tema de la pelea simbólica a pensiones, déficit, salud, infraestructura y mire cuántos se quedan mudos. Antes de compartir la indignación del día, pregúntese si ese símbolo va a cambiar en algo su salario, su recibo de servicios públicos o la seguridad de su barrio. Si la respuesta es no, probablemente no está haciendo política: solo está ayudando a pintar gratis la fachada de siempre

Publicado por Guillermo Saa M

Digo una que otra cosa.

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