Calarcá, la Fiscalía y la inteligencia ciega: «cuando el Estado prefiere no ver”

El expediente de los computadores de alias “Calarcá” debería estudiarse en las facultades de derecho y de ciencia política. No es tanto por lo que revela de las disidencias, es más por lo que desnuda de la Fiscalía, del gobierno de Gustavo Petro y del sistema de inteligencia. Un jefe de estructura armada es retenido en una caravana de camionetas oficiales, con esquema de la UNP, armas y más de un centenar de dispositivos electrónicos, en lugar de terminar esposado, sale por la puerta grande gracias a una orden de la fiscal general del momento, esta orden está cuidadosamente envuelta en el celofán discursivo de la “paz total”. Un año y pico después, los mismos equipos que parecían dormidos en una bodega de evidencias se transforman. Mágicamente, se convierten en la bomba informativa del momento. No cambiaron los discos duros: cambió el escándalo.

La Fiscalía habla hoy de un caso “complejo”. Hay una “pérdida de tiempo sensible” y se menciona la necesidad de hacer nuevas extracciones forenses. Es como si el país no supiera leer entre líneas ni contar meses. La versión oficial admite que la información extraída de más de un centenar de dispositivos estuvo en manos de una fiscal especializada durante más de un año, con legalización judicial incluida, sin que se produjeran decisiones proporcionales a la magnitud de lo que allí había, indicios de reclutamiento de menores, desplazamientos forzados, filtración de información militar y presuntos vínculos con mandos e inteligencia del Estado. Las revelaciones periodísticas hicieron visible lo que el papel ya decía desde hacía meses. Entonces surgió la súbita urgencia de abrir múltiples líneas de investigación. Se pidió explicaciones, se ordenaron inspecciones y se anunció posibles órdenes de captura. La justicia dormía; la televisión la despertó.

El malestar de la Corte Suprema no es gratuito: el alto tribunal cita a la fiscal general para que explique por qué un expediente de ese calibre se quedó congelado dieciséis meses, mientras el país seguía oyendo discursos solemnes sobre “no repetición” y “paz total”. La escena es reveladora: la jefa del ente acusador rindiendo cuentas no por la filtración de un video, sino por la sospecha de algo peor, el engavetamiento a plena luz del día. La respuesta ha sido una mezcla de tecnicismos volumen de información, herramientas especializadas, nuevas extracciones y frases nebulosas sobre responsabilidad institucional, que esquivan siempre la pregunta clave: ¿quién, con nombre y apellido, leyó esos informes y decidió que no era urgente mover un dedo? La culpa, por ahora, es del “sistema”.

Hay un detalle que hace ruido a cualquiera que haya trabajado en asuntos de inteligencia. El director de la DNI asegura que no sabía que uno de sus propios funcionarios aparecía en los archivos de “Calarcá”. Al mismo tiempo, un general del Ejército también queda salpicado en esos documentos. Esa combinación de un órgano civil de inteligencia, un alto oficial y un jefe disidente hablando el mismo lenguaje operativo no es menor. Hace entrañable, por no decir inverosímil, la idea de que todo el aparato se enteró “por televisión”. La inteligencia colombiana está fallando en lo más elemental de su razón de ser. No detecta infiltraciones y lealtades cruzadas. Alguien, en algún punto de la cadena, decidió no ver lo que estaba frente a sus ojos. Y si la inteligencia no ve, ¿quien?

Al otro lado del triángulo aparece el presidente Petro. Él también ha hecho su propio recorrido sinuoso. Su primera reacción ante las denuncias fue de manual. Decidió descalificar el informe periodístico, habló de un supuesto montaje, involucró a la CIA y presentó todo como un golpe político articulado desde ciertos medios y sectores. Durante varios días, el mensaje fue claro, los famosos archivos de “Calarcá” eran poco menos que un libreto conspirativo. Pero cuando la Fiscalía terminó ratificando la autenticidad y obtención legal de los documentos, el libreto cambió. Ya no eran falsos. Ahora había que someterlos a pericias “científicas” y a nuevos exámenes de informática forense para tomar decisiones “serias”. Del “esto es un montaje” al “hay que verificar institucionalmente” en cuestión de comunicados: la revolución será digitalizada, pero también retractada.

Ese giro no es un detalle retórico, es una confesión política hecha en cámara lenta. Si el presidente estaba tan seguro de que todo era falso, ¿en qué informes de inteligencia se basaba para afirmarlo con tanta seguridad? Si luego termina aceptando que el contenido es cierto, ¿qué cambió realmente: las pruebas o el costo político de seguir negándolas? Entre tanto, el país se entera de que mientras se hablaba de paz y “vida sagrada”, en los chats y documentos incautados se registraban planes de asesinatos, reclutamientos y negocios, y que esa información convivía cómodamente con los discursos oficiales. La brecha entre la épica y el Excel siempre termina filtrándose.

La Fiscalía, por su parte, intenta ahora reposicionarse como institución diligente y ofendida, anuncia nuevas líneas de investigación, menciona inspecciones a organismos de control de armas, ordena seguir la pista de las finanzas de las disidencias e insinúa que podrían venir capturas contra jefes que hasta hace poco cruzaban retenes en caravanas oficiales. Pero incluso en esa fase reactiva hay silencios clamorosos, no se ha explicado con precisión por qué un caso tan explosivo no se priorizó desde el primer día, no se ha detallado quién recomendó dejar en libertad a quien claramente no era un “campesino confundido” sino un jefe armado con protección estatal, no se ha dicho qué advertencias internas circularon sobre posibles nexos con oficiales, agentes de inteligencia o eventuales financiadores políticos. El país oye promesas de “caiga quien caiga”, pero nadie dice cuándo ni desde qué altura.

La pregunta incómoda es inevitable: si las instituciones no sabían lo que contenían esos computadores, estamos ante una incompetencia monumental; si sí sabían y dejaron pasar el tiempo, estamos ante una forma refinada de complicidad. En ambos escenarios, el relato oficial de la “paz total” queda herido: o el Estado negoció a ciegas con estructuras que seguían delinquiendo a espaldas suyas, o negoció sabiendo y prefirió mirar para otro lado mientras no hubiera escándalo. El caso “Calarcá” ya no se trata solo de qué hacía una disidencia en camionetas de la UNP, sino de qué hicieron, y sobre todo, qué dejaron de hacer la Fiscalía, el Gobierno y el aparato de inteligencia con la verdad que ese hardware llevaba adentro. Y esa es la historia que, por ahora, siguen intentando contar a medias, rezando para que el siguiente escándalo llegue rápido y cambie de canal.

Publicado por Guillermo Saa M

Digo una que otra cosa.

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