La izquierda sudamericana, del mito del cambio al castigo en las urnas

Hace muy poco, buena parte de la izquierda sudamericana se narraba como protagonista de una segunda marea rosa,  gobiernos que iban a corregir décadas de desigualdad, rescatar al Estado y reconciliar a la política con la calle. Hoy el mapa electoral de la región cuenta otra historia, elecciones presidenciales que terminan entregando el poder a candidatos de derecha o centroderecha en país tras país, mientras los proyectos progresistas salen derrotados, desgastados y con menos credibilidad que cuando llegaron. Lo que antes se presentaba como un ciclo histórico ascendente se ve ahora como una secuencia de expectativas infladas y gestiones fallidas.

No hace falta teoría sofisticada, basta con ver  los resultados de las recientes elecciones. En los últimos años, países que la izquierda exhibía como parte del nuevo bloque progresista han elegido opciones de derecha o centroderecha después de comprobar en carne propia cómo gobernaban esos proyectos que prometían refundación. La lista crece y el patrón se repite, se ofrece cambio profundo, se entrega desorden, y el elector responde con algo muy simple, cambiar de firma en la Casa Presidencial. Cada derrota va erosionando la idea de que la izquierda merece otra oportunidad,  llega un punto en que el votante ya no quiere escuchar explicaciones, solo dejar de ser el experimento.

Lo más costoso que está perdiendo la izquierda no son solo presidencias, sino la pretensión de superioridad moral y política. Durante años, su principal argumento fue: “somos mejores que ellos, más honestos, más competentes, más cercanos a la gente”. Los gobiernos progresistas de la región tuvieron la oportunidad de demostrarlo con hechos y terminaron confirmando, en demasiados casos, lo contrario: escándalos de corrupción, peleas internas interminables, improvisación en políticas clave, reformas lanzadas sin preparación ni respaldo social suficiente. Cuando la práctica desmiente el relato, el relato se cae, y eso es exactamente lo que está pasando.

Otra pérdida es el control de su propio símbolo: “cambio”. La palabra fue el corazón de la promesa progresista, y hoy, en muchos países, el recuerdo reciente de esos cambios es inflación, inseguridad y crisis política. Ese recuerdo convierte cualquier nuevo ofrecimiento de transformación profunda en un riesgo a ojos del votante medio. La izquierda ya no entra a la campaña como la opción natural del futuro, sino como el recuerdo fresco de un presente que mucha gente quiere dejar atrás. Esa es la verdadera derrota, dejar de ser horizonte y convertirse en advertencia.

La secuencia de resultados electorales recientes en Sudamérica muestra algo incómodo: allí donde la izquierda gobernó y no cumplió lo que prometió, la respuesta fue clara y cuantificable en las urnas. El giro hacia la derecha no es un fenómeno abstracto ni un invento de titulares hostiles, es el saldo numérico de años de promesas incumplidas, de gobiernos que confundieron legitimidad electoral con cheque en blanco y de proyectos que hablaron de transformar el Estado mientras reproducían sus peores vicios. El votante tomó nota. Y, a juzgar por el mapa, está pasando la cuenta, elección tras elección.

El mapa regional ya dejó claro qué le pasa a los progresismos que gobiernan mal. En 2026, Colombia se asoma a ese mismo espejo con un gobierno de izquierda desgastado, acusado de desorden, incapacidad y promesas sobredimensionadas. Si la dinámica sigue el libreto que ya se vio en otros países de la región (promesa de cambio, gestión deficiente, frustración social y voto de castigo), lo lógico es que la presidencia cambie de manos y que la izquierda colombiana descubra que también era parte de la estadística y no la excepción heroica.

Publicado por Guillermo Saa M

Digo una que otra cosa.

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