El gobierno que llegó a tumbar la cerca terminó enamorado de la vista desde la casa grande. Una lectura orwelliana del progresismo colombiano, que ve “golpe blando” detrás de casi cada decisión que lo incomoda.
1. La revolución que se mudó al palacio
En la Rebelión en la granja de Orwell, los animales se levantan contra el granjero borracho, lo expulsan y pintan en la pared que todos serán iguales. En la versión colombiana, el viejo establecimiento fue sustituido por el “gobierno del cambio”, que prometía desmontar la finca clientelista, pero a los pocos meses parecía más interesado en redecorar la casa de huéspedes que en cambiar la estructura del predio. El discurso era épico: el primer gobierno de izquierda, la irrupción de los animales en el manejo de la granja, la llegada del progresismo como vacuna contra los abusos del pasado.
El problema es que, como en la novela, el nuevo dueño del megáfono empezó a confundirse con el viejo patrón: la diferencia no está en las formas de poder, sino en quién se sienta en la cabecera de la mesa.

2. Mandamientos progresistas: se editan de noche
En la fábula original, los mandamientos de la granja se modifican a hurtadillas: donde decía “ningún animal beberá alcohol” termina diciendo “en exceso”. En Colombia, el progresismo firmó su propio decálogo: no atacarás las cortes, respetarás la separación de poderes y defenderás el Estado de derecho frente a cualquier tentación autoritaria. Luego llegaron las investigaciones, las decisiones incómodas y los fallos que frenaron decretos y consultas, y los mandamientos se reajustaron: “Un gobierno progresista no atacará la justicia, pero sí a la impunidad”, frase perfecta para descalificar públicamente a magistrados y tribunales que le resultan incómodos mientras se jura respetarlos.
De pronto; criticar fallos, insinuar motivaciones ideológicas en las cortes y llamar a marchar contra decisiones judiciales ya no es ataque a la institucionalidad, sino un nuevo género: “pedagogía del cambio” en versión cadena nacional.
3. El arte de gritar “golpe blando” con frecuencia cuando decisiones judiciales o de control afectan a su gobierno o a su entorno político
Nada más orwelliano que un líder que convierte la discrepancia en conspiración. En estos años, el Presidente ha denunciado supuestos “golpes blandos” y “golpes de Estado a la colombiana” cada vez que Fiscalía, Procuraduría, CNE o cortes se atreven a tocar a su entorno o revisar los límites de su poder. Columnas y análisis serios, incluyendo de voces de la oposición, han señalado que es profundamente irresponsable que el jefe de Estado hable de ruptura institucional mientras convoca calles contra las decisiones de los jueces.
El mensaje al rebaño es claro: se sugiere que, si investigan al gobierno, no están aplicando la ley sino participando de una ofensiva coordinada para debilitar al líder que dice encarnar al pueblo animal.
4. Constituyente o cómo abrirle la puerta a los cerdos
En Rebelión en la granja, cuando la realidad contradice el relato, los cerdos no cambian de conducta, cambian las reglas. En nuestro presente, la idea de una constituyente “emanada del pueblo” se ha usado como globo sonda para insinuar que el problema de fondo no es la mala gestión, el desorden o la improvisación, sino una Constitución que no deja gobernar al cambio. Informes y análisis han advertido que esa pulsión constituyente, tal como se ha planteado, apunta a desbordar los contrapesos, ampliar el margen de maniobra del Ejecutivo y, eventualmente, abrir el camino a reconfiguraciones profundas en la arquitectura del poder, que muchos leen como antesala a intentos de prolongar o reforzar el predominio del proyecto en el tiempo.
Es la vieja tentación de toda granja latinoamericana, si las cercas limitan al dueño del momento, el problema no son las vacas ni el potrero, sino las cercas mismas, que hay que tumbar “en nombre de la democracia”.
5. Lenguaje orwelliano en horario prime
Orwell se obsesionó con la corrupción del lenguaje como herramienta de dominación: cambiar el sentido de las palabras para que “guerra” signifique “paz” y “control” pase por “libertad”. En Colombia, el gobierno ha elevado ese arte: “golpe de Estado” no es sacar al presidente con tanquetas, sino cuestionar sus decretos; “democracia” no es el conjunto de instituciones, sino la emoción de la plaza cuando habla el líder; “pueblo” son los que lo aplauden, el resto son “oligarquía”. Ese abuso del lenguaje ha sido señalado incluso por analistas que simpatizan con varias de sus reformas, pero no con la idea de que cada crítica es traición y cada control es sabotaje.
Cuando el presidente no diferencia entre debate y conspiración, y a menudo se refiere a cortes y medios como si fueran una especie de Fox News versión criolla, alineada contra su proyecto, está jugando exactamente el papel que Orwell temía: «el gobernante que necesita un enemigo permanente para justificar su propia ineficacia».
6. No es la URSS, pero el libreto se parece
Colombia no vive bajo un totalitarismo: hay elecciones, medios incómodos y jueces que tumbaron decretos, limitaron consejos de ministros televisados y frenaron consultas a gusto del Ejecutivo.
La alarma orwelliana no está en lo que ya somos, sino en lo que el gobierno se empeña en normalizar: que el presidente hable como víctima permanente de un “golpe” cada vez que la realidad le lleva la contraria, y que lo haga en nombre de una superioridad moral progresista. En la granja de Orwell, el último mandamiento termina diciendo que “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. En la granja colombiana del cambio, el mensaje parece ser que todos respetan la democracia, pero algunos (justo los que se autoproclaman dueños exclusivos del pueblo) merecen un poquito menos de límites que el resto.
En resumen, un proyecto que promete igualdad termina, si concentra poder y silencia la crítica, convertido en una versión maquillada del mismo régimen que decía combatir.
Esta es, claro, una lectura política y literaria, no un inventario judicial: los hechos están en las sentencias, las actas y los trinos; aquí solo se dibuja la fábula con nombres propios.
