Lo único que realmente nos pertenece es el tiempo. Severo Ochoa.
Cada fin de año el mundo parece enloquecer de júbilo, como si el tiempo necesitara una explosión de ruido para convencerse de que sigue vivo. Hay mesas desbordadas, copas que prometen prosperidad, prendas elegidas como amuletos y una fe casi supersticiosa en que la plenitud se convoca con rituales y no con presencia. Esta no es una columna contra el 31, sino contra la idea de que solo una noche al año merece ser celebrada.
Desde la ventana, mientras el barrio se llena de luces y pólvora, uno puede sentirse ajeno a la coreografía del conteo regresivo. A cierta distancia, el 31 de diciembre deja de ser frontera mágica y se revela como lo que es, una fecha más en la larga fila de los días, barnizada por tradiciones heredadas y por un fervor colectivo que confunde ruido con sentido. No hay nada malo en brindar a medianoche, lo triste es creer que el resto del calendario es pura antesala.

Más allá del calendario y del artificio, existe otra forma de celebración, la fiesta silenciosa de la consciencia cotidiana. Quienes ya no esperamos estruendos para agradecer aprendimos que la verdadera fortuna no se mendiga, se respira. Está en el café temprano, en el mensaje que llega sin motivo, en la conversación que se extiende un poco más de lo previsto, en esos gestos mínimos en los que la existencia se confiesa como una fiesta íntima, sin dress code ni reservas.
Nuestra gratitud no necesita contratos con el azar ni presupuestos disfrazados de alegría. Se sostiene en lo esencial: la salud, motor discreto que nos permite seguir andando; el trabajo, que dignifica el cansancio y le da sentido al esfuerzo; la familia de sangre o elegida, ese refugio donde la preocupación por el otro no es estacional ni depende de fuegos artificiales. En esa suma de cosas aparentemente pequeñas se celebra, a diario, la verdadera fiesta de la existencia.
La vida no cabe en un ciclo de doce meses ni obedece al capricho de un conteo regresivo. Es un flujo continuo que se renueva con cada respiración, un río que no se detiene a esperar campanadas para cambiar de curso. Por eso, el verdadero año nuevo no llega el 1 de enero, sino cada mañana en que abrimos los ojos y entendemos que, pese al ruido del mundo y al peso de la rutina, seguimos aquí. El calendario marca la fecha, la gratitud, en cambio, marca la manera en que decidimos habitarla. Como recordó Esopo, “la gratitud convierte lo que tenemos en suficiente”, y es ahí donde la vida deja de depender del calendario.
Ninguna fecha merece más reverencia que otra, cada día que amanece es, para quien está despierto, su verdadero día especial, confirmando que un número en el calendario no pesa más que otro, y que todos los días son por sí mismos una celebración. Dice Charles Caleb Colton que «el tiempo presente tiene una ventaja sobre todos los demás: es el nuestro.”
